La música retumba por toda la casa, el ambiente festivo se cuela por las rendijas y de fondo se oyen risas y petardos. Bajo las persianas nada más entrar, para tratar de alejarme de este ruido, hacer oídos sordos a esta felicidad colectiva que hoy invade la ciudad.
No dejo de pensar en ti, en ella, en vosotros. En todos ellos que se me clavan en el pecho y duelen en silencio. Nadie más que tú parece entender mi dolor.
Me siento como un grano de arena en medio de esta playa de Alicante. Un ser tan pequeño e insignificante, incapaz de hacer más por ti, por vosotros. Mis ganas de luchar se agotan porque sé que no puedo salvarte. Hoy no puedo salvarme ni a mí misma.
Me abrazo fuerte a Raquel deseando decir una vez más que todo irá bien, que lo conseguiremos, como siempre lo hemos hecho, pero hoy no tengo fuerzas para pronunciarlo.
Qué hipócrita me siento derramando lágrimas desde mi cómoda vida, sentada en mi cómoda cama, de esta casa de primer mundo, mientras os pienso y sé que esto no va de mi.
Aquí ni tú ni yo somos protagonistas de nada. Sólo somos las extras de una película absurda y surrealista. Una, en la que mientras unos celebran, otros se tiran al suelo imitando la muerte, que han visto de cerca.
Unos pocos alzan su voz por todas las vidas que se han quedado en algún lugar de por ahí, mientras otros muchos ríen a sus espaldas.
El grito desesperado se pierde entre el volumen de la música de las Hogueras de Alicante. Música que la gente de alrededor sube para silenciar estas voces de protesta, y no alterar la calma y la festividad del que celebra.
Y mientras, desde el suelo de esta ardiente carretera, entre gritos y música, os pienso. Y saboreo el amargo sabor del fracaso.
Abatida. Muerta.
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