Llega una embarcación a la costa de Lesbos. Está en una zona algo complicada para atracar, pero todos están bien. Salvo alguno con los zapatos y calcetines mojados, la mar ha sido benévola y no les ha castigado demasiado. Nos relajamos, parece que todo va a ir bien.
Dos horas más tarde volvemos a la playa, y esta vez nos recibe con un viento que parece querer revolucionar las olas a su voluntad. Empezamos a preocuparnos a la vez que empieza a llover, y, como si fuera poco, aparecen rayos que inundan el cielo de tanto en tanto.
Con una tormenta eléctrica, ninguna embarcación de rescate sale al mar, y no vislumbramos a los guardacostas griegos por ninguna parte. ¿Y si un barco vuelca? Eso que ya hemos oído tantas veces, naufragios, barcos que se hunden, ahora es una posibilidad real ante nuestros ojos, y lo único en nuestro poder es seguir mirando al horizonte esperando ver una luz que parpadea.
El sonido hace su aparición antes de que podamos siquiera ver de dónde provienen las voces. Aparece un dinghi en medio de la tormenta, y sus ocupantes tratan de salir desesperados. Llevan 6 horas en el barco (en ferry se tarda poco más de 1) y su barca está tan llena de agua que lo difícil es saber cómo han sido capaz de llegar a la playa.
Todos están empapados, varios salen y se desmayan al momento, un hombre es sacado de la embarcación con un pulso débil que amenaza con rendirse. En apenas un segundo, hay algo que sólo podemos asemejar a una avalancha. Varios de los pequeños han sido aplastados, pero la peor parada es una mujer, madre de tres, que yace en el suelo exhausta de dolor.
Llevaba las 6 horas de viaje de cuclillas en en barco porque no había espacio para ella. A la hora de la llegada, ella apenas podía moverse y los demás pasaron, literalmente, sobre ella para poder salir. Yo no lo sabía, pero una de las niñas que me dieron para asistir al principio y que no paraba de gritar porque buscaba a su mamá, era hija de esta mujer.
De repente me pasan un bebé y Alicia me ayuda a desvestirle lo suficiente para que, al acercarle a mi cuerpo, pueda transmitirle algo de mi propio calor. Nos asustamos porque el pequeño apenas llora, y varias veces tenemos que moverle para asegurarnos de que está consciente y bien.
Termino en una furgoneta con el bebé en brazos, porque nadie sabe dónde está su madre, y cinco niños más, además de una mujer en la parte de atrás que está en shock y en cuanto le cojo la mano rompe a llorar.
Cuando por fin todo ha pasado (la mujer aplastada es trasladada al hospital, encontramos a la madre del bebé, y todos están ya en el autobús que les llevará al campo de refugiados), Alicia y yo nos miramos y decidimos ir al coche a resguardarnos de la lluvia. Cerramos las puertas y, sin saber cómo, empezamos a llorar sobre el salpicadero.
No hay manera de explicar bien lo que se siente, y probablemente sin vivirlo, intentarlo es una mera ilusión. Pero nosotras lo seguiremos intentando, porque estas personas se merecen nuestra voz y un pasaje seguro.
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