Llegar al puerto, ver personas por todas partes, familias enteras con niños, muchos niños. Y no sabemos bien qué hacer, con quién hablar. El afán de encontrar historias se lleva parte del momento, que es tan bello como crudo. Cuando nos olvidamos de lo que encontrar y nos permitimos ver a las personas, conocerles, el aquí y el ahora es algo que fluye sin esfuerzo alguno.
Hablamos con unos, con otros, hasta nos permitimos jugar un rato. Ayudamos a varios compañeros a repartir comida caliente y agua, también mantas que probablemente necesitarán en un futuro demasiado próximo para el gusto de cualquiera.
Nos rodeamos de una familia, o una familia nos rodea, no lo sabemos bien, y comienzan a enseñarnos a hablar árabe. Palabras como “hola” y “adiós” palidecen cuando uno de los más jóvenes nos traduce un “te quiero”.
Y lo cierto es que lo pasamos bien, muy bien, y disfrutamos de su compañía tanto o probablemente más que ellos de la nuestra. De repente les llaman a formar las filas para el ferry y nos despedimos con todo el amor que nos queda y el corazón en la mano, sabiendo que coger este barco no supone la puerta a la libertad que tanto desean y necesitan.
Las lágrimas fluyen en el momento en que suben a la embarcación. No queremos que nos vean, no queremos que reconozcan la desesperanza que nos persigue porque nosotras sí sabemos lo que hay al otro lado, y pensamos que ojalá, si los volvemos a ver en nuestro camino, tengan un techo bajo el que cobijarse.
Desde aquí solo podemos desearles buen viaje y buena suerte, y esperar que el mundo sea un poco más justo antes de que sea demasiado tarde.
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