Todos nos advertían acerca del campo de Idomeni. Que era muy duro, que las condiciones eran muy malas. “Uno no vuelve siendo el mismo” nos decían. Y es posible que tuvieran razón.
Tras aparcar en el parking del Park Hotel de Polykastro, donde todos los voluntarios se alojan por su precio y cercanía con el campo, dormimos en el coche bajo la lluvia y por la mañana nos disponemos a trabajar. Llegar al campo no es excesivamente difícil, aunque cuanto más te acercas, más tienes que esquivar personas que caminan por todas partes de aquí para allá.
Algunos se van a comprar comida en las gasolineras porque los mercaderes que se apostan en la entrada del campo ponen precios desorbitados a sus productos, otros simplemente pasean para evitar el hacinamiento y salir de las cuatro telas que suponen sus tiendas de campaña.
Cortar leña y mantener un fuego vivo utilizando lo que sea que tengan a mano (mantas, ropa, plásticos…) resume el 80% de su día. Cocinan cómo pueden y lo que pueden, con gases tóxicos que se respiran en todo el recinto por las hogueras avivadas con gasolinas o cualquier tipo de químico que haga el trabajo.
La humedad y la lluvia incesante han traído consigo bronquitis y alguna neumonía, ya que no hay ropa seca para todo el mundo, ni muchísimo menos zapatos, que es lo que todos piden desesperadamente a cualquiera que parezca voluntario.
Hasta ahora, hemos conocido familias cuyas tiendas están inundadas y lo único que se puede hacer es ayudarles a tumbarlas para sacar el agua. Todo esto sin contar, por supuesto, las tiendas que están hundidas en el barro en medio del campo, que ya es un gran charco con sueños de convertirse en lago.
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